Realmente, no presto mucha atención al bagaje de una persona frente a la cámara cuando llega la hora de hacer un retrato. Modelo, particular, amigo, desconocido... no doy nunca nada por sentado. Siempre me siento, converso, observo... La realidad es que, mas allá de la técnica y la experiencia, siempre hay un poso de realidad que da cuerpo a la mirada que se vé desde el otro lado del cristal.
Se parece mucho a la forma en la que ralentizamos la obturación para mezclar las luces y dar protagonismo al ambiente. La cuestión siempre está en decidir cuanta realidad nos atrevemos a incluir en el resultado final y cuanto control necesitamos retener.
El retrato es una disciplina exigente que precisa un trato personalizado. Sé que hay reglas, lados buenos, malos, esquemas de iluminación. Hay tendencias, modas... pero eso no es para mí más que un hilo musical, la banda sonora de las horas que paso conociendo una mirada, unos gestos y un alma. Y digo horas por los casos en los que soy afortunado. A menudo, no llega ni a un puñado de minutos en el que es preciso crear las condiciones de confianza necesarias para que un desconocido decida mostrar aquel punto de travesura, ingenio, alegría o melancolía que determinan su carácter. Solo así se consigue un retrato en el que el protagonista puede reconocerse tal y como es.
Cuesta, pero gratifica.